lunes, 28 de septiembre de 2009

De primavera y geografía

Hace unos días empezó la primavera. Bueno, en medio mundo empezó el otoño. En la ciudad donde vivo empezó el otoño. Pero para mí, esté donde esté, septiembre es primavera. Cosas de costumbre. Es como si fuera una asociación libre de palabras que más que libre pasó a ser automática: septiembre = primavera.
En algún momento en ese período que oscila entre infancia y adolescencia alguien me regaló un globo terráqueo. Era muy bonito. Con luz interior. En ese esférico territorio podían verse mares y montañas que se transformaban en países limitados por bien delineadas fronteras sólo con que uno encendiera la luz. La luz que tenía en el interior el globo en cuestión, se entiende. Y de tanto interés por la geografía y por la división del mundo en países, un día la luz interna de mi globo dejó de funcionar.
Para cambiar la bombilla, foco o lamparita, llámese como se llame a gusto del lector, había que quitar la esfera terrestre de su inclinado eje de plástico. Terminada la tarea y dispuesta a iluminar el mundo otra vez me disponía a volver a colocar a la tierra en su eje y entonces la puse al revés. No vayan a creer ustedes que fue una equivocación. No, no. Fue un acto voluntario. El único inconveniente era que las letras quedaban cabeza abajo. Pero no se imaginan la mejora de mi musculatura cervical al no tener que adoptar una postura de contorsionista cada vez que deseaba buscar mi lugar en el mundo. Porque si el universo no tiene arriba ni abajo, yo podía decidir que el arriba de mi mundo era la parte en que yo vivía. Ahora, como vivo del otro lado, tendría que darlo vuelta otra vez. Y nótese que no digo “ponerlo al derecho” sino ponerlo de forma que para encontrarme no sea necesario quebrarme el cuello.